domingo, 15 de enero de 2017

Escape Room

A medida que el ser humano occidental de clase media se acerca a los cuarenta, comienza a sentir la necesidad de redefinir sus cada vez más escasos momentos de ocio. El habitual esquema de esparcimiento se repite sin solución de continuidad en forma de una ingesta continuada de cervezas y cubatas -desde el clásico cubalibre de Bacardi con el que debutábamos hasta el moderno Gintonic con fresas, clavo y azafrán-, una conversación más o menos interesante y unos desafinados cánticos ante cualquier canción que nos hiciera recordar lo jóvenes que pudimos llegar a ser.

Ahora, insisto, ante la inminente alborada de los cuarenta, nos planteamos un giro en nuestras derivas, una exploración de nuevos horizontes que equipare la satisfacción que un cubata era capaz de proporcionarnos cuando todavía medíamos nuestro presupuesto en duros.

Entregados a un concienzudo trabajo de investigación, mi buen amigo Pablo (también conocido como Pablete) y yo emergimos con una serie de propuestas para analizar: paintball, rafting, puenting, billar, submarinismo, senderismo, club de fumadores de opio, club de la lucha, abrir un bar, consumir droga, vender droga, consumir más droga, morir. Todas las alternativas eran válidas, pero necesitábamos encontrar una actividad que pudiera ser del agrado de todo el G8 (apelativo que recibe nuestro grupo de amigos, en semejanza a los grupos de potencias políticas por lo trascendente de nuestras reuniones, de las que emanan importantes decisiones que cambian el curso de la historia como por ejemplo "tapeo elaborado o restaurante de señores", "Almería o Granada", entre otras). Y en esas estábamos, cuando irrumpió ante nosotros una actividad que prometía horas de diversión intelectual: Escape Room. Horas de entretenimiento en forma de rompecabezas a resolver por un grupo de amigos que necesitan aplicar su ingenio para salir de una habitación. Apenas conocíamos los pormenores del Escape Room. Únicamente las referencias que un amigo nos había dado. "Está chulo". Poca información, como veis. Pero allá que nos lanzamos.

Convocamos al grupo para el viernes siguiente, por la tarde. Concluida la semana laboral para todos nosotros, un G8 ligeramente mermado a G6 (lamentábamos las ausencias de JuanFran y Delos), acometía con cierto nerviosismo la trepidante aventura de descubrir algo nuevo. Agustín, Jorge, Juan Antonio (yo), Pablete, PacoGa y Paco Sánchez, componíamos la expedición en riguroso orden alfabético. La excitación monopolizaba nuestro estado de ánimo en clara competencia con la sed, pero supimos postergar las cervezas, el azafrán y las fresas hasta haber completado el juego. El momento requería sobriedad.

El recinto es algo similar a una bolera en lo que a su recepción respecta: tres sillas, una máquina de refrescos y un gran mostrador semicircular, tras el cual unos empleados ataviados con un polo rojo y cómodos pantalones de aventura nos recibirían con suma amabilidad y nos explicarían las instrucciones. Carlos, un joven muchacho de preceptiva barba recortada y plaquita en el pecho con su nombre, sería nuestro cicerone.

"Bien, os explico cómo va esto. Tenéis dos horas para completar todo el juego. En total hay cinco habitaciones de las que tendréis que salir, sucesivamente. En cada una de ellas encontraréis las pistas necesarias para poder salir. Podéis estar en cada habitación un máximo de una hora. Pero tened en cuenta que si gastáis todo el tiempo en dos habitaciones, es imposible que hagáis las cinco. [Inciso: en general no me gusta el verbo gastar para referirse al tiempo; aunque tal vez en este contexto tenía sentido]. El precio del juego son veinte euros por persona. Si no conseguís salir de la primera habitación en una hora, se acaba el juego. ¿Lo habéis entendido?".

"Sí", contestamos al unísono. "¿Hay niveles de dificultad? ¿O esto es igual para todo el mundo?", preguntó Pablete.
"Bien, lo de los niveles", dijo Carlos, que hablaba con un tono de voz, a mi juicio, injustificadamente alto para lo silencioso de aquella recepción. "Hay tres niveles, básico o iniciación, medio y avanzado. Podéis elegir nivel. Si elegís el avanzado, todas las habitaciones serán complicadas. Si no lo habéis hecho nunca, yo quizá os recomendaría empezar por el básico".
"Pero, ¿el avanzado es muy difícil? A ver, tú nos ves a nosotros, ¿no? ¿Crees que seríamos capaces?", insistió Pablete.
"Pablete, ¿y él cómo lo va a saber, por lo feos que somos?", respondían Jorge y Agustín al unísono.
"Yo qué sé, a nosotros se nos ve que somos tíos inteligentes, ¿no?". Pablo adornó esta frase con unas irónicas muecas, evidenciando un moderado retraso mental que estuvo a punto de dar con nuestros huesos en la calle.
"Bien, lo del nivel avanzado. Hay gente que viene por primera vez y hace el avanzado y lo termina. Pero otros no. Eso ya vosotros". Me empezaba a preguntar si Carlos iniciaría todas sus peroratas siempre con un "Bien".

Organizamos un breve cónclave:

"Chicos, ¿qué hacemos? Yo haría el avanzado", nos instigaba Pablete.
Paco Sánchez y Pacoga no estaban del todo de acuerdo: "Digo yo, que si hay uno de iniciación será por algo, ¿no?", razonaba el guitarrista aportando coherencia.
"Bah, no seamos cagaos, seguro que nos lo pasamos mejor en el avanzado. ¿Vamos?", apoyé a Pablo.

Tras unos segundos de vacilación y escasez de palabras, Pablete anunció el veredicto:

"El avanzado".
"Bien, seguidme por aquí".

Recorrimos un pasillo. Bajamos una escalera. Otro pasillo. Una puerta que se abre, entramos. Se cierra a nuestras espaldas. Al otro lado de esa puerta, otro pasillo, ligeramente oscuro. "¿Estamos todos?", pregunté. Sí, estábamos. Tras este nuevo pasillo, de apariencia cloáquica, una corta escalera nos condujo a una especie de sótano húmedo al fondo del cual había una puerta roja. "Esa es vuestra puerta". Giro de llaves, clic, se enciende una luz.

"Bien, esta es la primera sala". Su voz retumbaba en las catacumbas escapísticas. "Todas las instrucciones las encontraréis aquí dentro. No me podéis hacer preguntas. Sólo os diré que cuando creáis saber la solución, tenéis que teclearla en este terminal. Son cuatro dígitos, como un pin de una tarjeta de crédito [Simil innecesario para un grupo de avanzados, pero sigamos]. Sólo tenéis un intento. No podéis estar probando todos los números porque entonces sería muy fácil. ¿Vale? Si en algún momento necesitáis salir, pulsad este botón y os abriré la puerta. No os preocupéis, no tengáis miedo, es sólo un juego, ¿vale? ¿Alguna pregunta?".
"Yo tengo una pregunta, pero como has dicho que no te podíamos hacer preguntas, mejor me la guardo, ¿no?", respondía Agustín entre risillas, con su habitual sagacidad.
"Bien, el tiempo comienza cuando yo cierre. ¡Suerte chicos!".

La puerta sonó con un fuerte estruendo y dejó tras de sí un eco que nos mantuvo en silencio durante cinco o seis segundos.

Recobrado el aliento, iniciamos la inspección de la sala. Era cuadrada, aproximadamente cuatro por cuatro metros. Por todo mobiliario, la habitación albergaba una pequeña mesa de escritorio en el centro de la misma. La luz era suministrada por una lámpara que colgaba del techo. Una de esas lámparas con un largo cordel desembocando en una pantalla o tulipa que aísla en su mayor parte una bombilla azul del contacto directo con los ojos. La bombilla caía a escasos cincuenta centímetros de la mesa, permitiendo apreciar con precisión todos sus detalles y recovecos. Era de un color marrón parduzco, de madera vieja, perfectamente integrable en el mobiliario al uso de una casa rural de alquiler turístico. No había sillas. Ni ventanas. Ni otros objetos. Únicamente la mesa y la lámpara, que proporcionaba una tenue luz apenas suficiente para distinguir las dimensiones de la estancia. Al lado de la puerta, se anclaba el terminal que nos daría la libertad.

Sobre la mesa, un papel, a por él cuál nos precipitamos todos de forma atropellada, invadidos por la ansiedad del momento y con la evidente convicción de encontrar en él las instrucciones. Jorge llegó el primero y, cogiendo el papel con sus manos, lo leyó en voz alta:

"Merlín".

"Merlín", repetía Pablete con la mirada perdida y tono reflexivo.

Eso era todo lo que ponía en el papel: MERLIN. En mayúsculas, en el centro exacto de un folio blanco escrito con letras negras: MERLIN. El tamaño de fuente podía ser el adecuado para redactar una carta, por ejemplo podíamos estar ante una Arial, 8pt, o quizá algo más, pero no era un tamaño apto para títulos o encabezados. Y allí no había nada más.

"A lo mejor tenemos que hacer magia", sugería Agustín.

Continuará...

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