Era temprano. Muy temprano. Y hacía mucho calor. A esas horas ya superábamos los 30ºC. Me desperté nervioso y sudando, como es preceptivo en estas ocasiones en las que aguarda lo inesperado. Cuando no sabemos qué nos va a deparar el futuro. Nos despertamos y vemos la maleta ahí al lado, abierta y casi llena, esperando recibir los últimos objetos y escuchar el silbido característico de la cremallera que la rodea.
El camino al aeropuerto no era largo, podíamos ir andando. ¿Cuántos vivís en ciudades cuyo aeropuerto está en el centro? Tal vez el estruendoso ruido era un grave inconveniente, pero yo no solía escuchar ni una mosca. Quizá me estaba quedando sordo.
Rehén de la ansiedad, no era capaz de estar un momento quieto mientras esperábamos nuestro turno para embarcar. Me esperaba un nuevo trabajo, una nueva vida. Y no sólo a mí, pues mi aventurero traslado acarreaba la mudanza familiar al completo. Arriesgábamos, sí, pero no teníamos nada que perder. La puta crisis estaba acabando con todos y nuestro país se desertizaba progresivamente: la vegetación y las personas se volatilizaban a partes iguales.
El idioma era lo que más me atormentaba. Y también el arquetípico carácter alemán. Su sobriedad, su imperturbabilidad. Sentía que mi condición de español iba a condicionar, en grado sumo, el trato que iba a recibir.
Me dediqué durante todo el vuelo a practicar alemán con las azafatas y con todo aquel pasajero que midiera más de 1,80 y/o fuera rubio. En caso extremo, cualquier incauto de procedencia aleatoria que me cruzara la mirada era pasto de mis llamas dialécticas. Cuando me veía acorralado y no era capaz de expresarme con claridad, cambiaba de idioma, haciendo uso del inglés, francés, italiano, portugués o ruso. Todos ellos los dominaba con maestría.
Alcanzada la velocidad de crucero, el clamor popular de los pasajeros solicitaba al piloto (Manolo) que pusiera Goles, el programa de Pedro Pablo Parrado. Y durante la siguiente media hora fuimos entretenidos con la previa del Sevilla - Real Madrid, partido que inauguraría la primera jornada del Campeonato Nacional de Liga.
Nos sirvieron la cena: completísima ensalada con tomate, lechuga, maíz, jamón york, salchicha frankfurt (para irnos aclimatando), pimientos de Padrón, huevo cocido, atún, palmito, alcaparras y queso fresco. Para beber, jarras de cerveza de 750ml., servidas por las azafatas que se habían vestido para la ocasión.
El característico sonido telegráfico que suele acompañar a la narración del gol, puso en alerta a la totalidad del pasaje. ¿Se adelantaba el Sevilla? ¿Era el Madrid quien marcaba? Minutos después, seguía la musiquilla y manteníamos la incógnita.
En mis siguientes recuerdos, desaparecían los pasajeros, las azafatas y Manolo. Notaba una gruesa sábana que me daba calor. La sábana era arropada por una manta y ésta a su vez por más mantas.
Pulsé el botoncito largo y se detuvo el aviso de gol. Abrí los ojos. Recordé con nostalgia a Parrado y me invadió una profunda desazón. Pese al miedo y la angustia, mi subconsciente soñaba con un cambio de vida y empezaba a sentir curiosidad. Necesitaba saber dónde acababa todo aquello. Mañana habrá otra noche. Espero volver donde lo dejé.
Al menos, espero que terminemos de oír el partido.
Simplemente GENIAL
ResponderEliminarYo lo veo clarísimo: esto tiene que ver con el partido de vuelta de la copa. A ver si terminas el partido y metemos todo el bote de bwin a ese resultado.
ResponderEliminarMagnífico relato, pero ¿no habíamos hablado más bien de Suecia? ;-)
Muy bueno.
ResponderEliminar