Domingo. Siete de la mañana. Suena el despertador. Estamos locos.
Cuando el reloj alcanzaba la escarpada cima de las ocho de la mañana, Gema y yo recogíamos a mi amigo Agustín -a quien veréis aparecer con cierta frecuencia en los comentarios de este blog- en su casa, y nos dirigíamos a La Marina (Alicante), donde tenía lugar una nueva carrera de orientación, organizada esta vez por la Universidad de Alicante, lo que ha propiciado que concurriera al evento un gran número de jóvenes universitarios y universitarias. Además, la carrera era la cuarta del año puntuable para la Liga Regional de Murcia y valedera también para la Liga de la Comunidad Valenciana, el Campeonato Autonómico de Deporte Universitario y el Campeonato Escolar de la Comunidad Valenciana. Ahí es nada...
Llegamos al punto de salida sin contratiempos. La ruta trazada por mí la noche anterior y que inteligentemente concatenaba diversas vías comarcales y autopistas de forma alternativa, optimizando a la vez en kilómetros y en tiempo, era completada sin errores. No puedo decir lo mismo de lo ocurrido durante la prueba de orientación: ahí he vuelto a ejercer mi condición de "corredor sacrificado", encargándome de que ninguna criatura del Señor -excepto yo- quede último en mi categoría. Como todavía no han salido las clasificaciones, aún guardo alguna esperanza de ser penúltimo.
El terreno por el que discurría la prueba era de características distintas al que solemos encontrar por las sierras murcianas: vegetación frondosa en la mayor parte del mapa, continuos cambios de color -o lo que es lo mismo, de tipo de suelo-, caminos que no son caminos -o así me lo ha parecido a mí- y muchos pinos bajos. Ramas secas por tos laos. Llevo el cuerpo completamente desollado.
He empezado bien. A diferencia de ocasiones anteriores en las que perdía mucho tiempo localizando la primera baliza, esta vez hilvanaba una brillante serie de aciertos a las primeras de cambio. Durante las primeras cinco balizas, me comporté como el experimentado corredor que algún día llegaré a ser. Sin embargo, cuando encaraba la baliza seis, fui poseido por un ataque de hambre.
Saqué el kit de emergencia que siempre llevo en el bolsillo del pantalón en estas ocasiones, compuesto por unas parrillas, dos gavillas de leña, un encendedor, medio kilo de panceta, dos morcillas, un puñao de sal y la bota de vino. Y me senté en una piedra a almorzar tranquilamente. Buche lleno y tablao recogido, me puse en marcha para encontrar mi sexta posta. Y no fue difícil encontrarla. En total, perdí "sólo" 22 minutos.
Naturalmente, nada del párrafo anterior ocurrió realmente, como entenderá el avispado lector. Los 22 minutos empleados en alcanzar la sexta baliza fueron producto de mi baja tasa de aciertos en ese intervalo de tiempo. Por decirlo de alguna forma...
Riéndome de mí mismo, continué la prueba tras la retahíla de errores desplegados en la mencionada búsqueda de la sexta baliza. Un recorrido conservador -en ocasiones demasiado, tal vez- me garantizaba no perderme en exceso a la vez que un tiempo modesto. Y todo fue más o menos bien hasta que encaraba la penúltima baliza, cuando me junté con tres o cuatro fulanos que se encontraban tan perdidos como yo: ¿dónde the hell está la baliza 49?, nos preguntábamos. Nos pasó, como bien me explicaba después Agustín cuando le relaté los hechos, algo muy habitual: llegas al final cansado y te dejas llevar por los que van delante. Si oyes a uno decir que no encuentra la 49, por inercia te colocas junto a él a buscarla, en lugar de pensar "es posible que este señor no la encuentre porque está equivocado en algo; pensaré por mí mismo en lugar de ser arrastrado por su error". Pero no es precisamente esa sensatez la que te dirige en ese momento.
Al final, dos horas y once minutos de tiempo final. Mi querida Gema, hecha toda una campeona, completaba su carrera (de un kilómetro menos que la mía aproximadamente) en una hora y treinta y tres minutos. ¡Cómo progresa la tía!
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